Rafael Chirbes posee un estilo
prodigioso, capaz de enlazar oraciones una tras otra, yuxtaponiéndolas con una
pasmosa facilidad. Su dominio del diálogo, en las diferentes variantes de la
lengua, le sirven para caracterizar acertadamente a los personajes: da la
sensación de que cada uno de los personajes que conforman el universo de Olba
son seres reales, y esta sensación se debe, sobre todo, a la capacidad del
escritor valenciano para el diálogo. Otro tanto sucede con sus descripciones. Lejos
de ser éstas prolijas y de entorpecer o detener el ritmo de la narración,
construyen perfectamente el mundo atosigante en el que se desenvuelven los
caracteres. El léxico es un bisturí preciso en manos de Chirbes que se abre
paso hasta el fondo de nuestra consciencia para insertarnos la trama, sin
dolor, permitiendo que olamos el marjal o que sintamos el asco ante la rutina
cotidiana del padre de Esteban.
Frente a su anterior novela, En la orilla recrea el estado de
desolación de España tras los conocidos como “años dorados” del urbanismo
especulativo. Crematorio narraba la
fiesta, el desmadre urbanístico, con sus miserias y oropeles. Las corruptelas
de personajes envalentonados por el dinero ganado ilícitamente eran el fiel
reflejo de la España de los años 90, de la cultura del “pelotazo”, del carpe diem del ladrillo. Por el
contrario, En la otra orilla muestra
el día de después de esa fiesta, cuando toca la limpieza, y la mayoría de
invitados, si no todos, se marcharon, fueron más listos que tú y no te ayudarán
a recoger los restos. Las dos novelas ofrecen protagonistas antagónicos, pues
los que se mantienen en pie en Crematorio
son falsos héroes, antihéroes construidos sobre la falta de moral y escrúpulos,
mientras que los derrotados de En la
orilla poseen un halo épico, la compasión que otorga el mal de muchos.
El protagonista principal de la
novela es Esteban, dueño de una carpintería heredada de su padre, a quien la
especulación urbanística convierte a la vez en víctima y verdugo. La
carpintería quiebra, y Esteban se ve obligado a despedir a los trabajadores y a
dedicarse al cuidado de su anciano padre, con quien siempre ha mantenido una
relación difícil “edipesca”. Además, como contrapunto a Esteban, aparece
Francisco, su amigo de la infancia, que establece el triángulo amoroso con la
fallecida Leonor, la mujer que fuera novia de Esteban en la juventud y mujer de
Francisco en la adultez; y cuyo recuerdo se alza entre ambos como un fantasma
nunca nombrado. Esteban representa el peso de la ideología (su padre,
republicano, estuvo escondido en el marjal durante la posguerra), el peso de la
abulia (es incapaz de escapar del pueblo, para labrarse un futuro mejor, como
si han hecho, con mejor o peor fortuna, sus hermanos), el peso de la realidad
(que se descarga sobre él y los que de él dependen, mientras que el promotor
Pedrós huye a Brasil con el dinero, y Esteban queda en Olba con las deudas), el
peso de la responsabilidad (Esteban carga con el padre enfermo, mientras que
sus hermanos viven fuera esperando tan solo una herencia que ya ha sido
dilapidada en la especulación de Esteban). Frente a él, surge Francisco, el
amigo de juventud del pueblo, perteneciente a una arraigada familia de
derechas, aunque él siempre se manifestó de izquierdas, al menos mientas ser de
izquierdas, y llevar chaquetas de pana, y afiliarse al PSOE clandestino era la
novedad; hasta que hubo de sentar la
cabeza, estableciéndose en el mundo de la alta gastronomía como enólogo (otro
mundo de impostores), y ahora, ya retirado, regresa a Olba a intentar retomar
una amistad traicionada con Esteban, a contarle sus penas, a restregarle sus
éxitos.
No son los únicos personajes que
aparecen. Una de las características del estilo de Chirbes es el uso del monólogo
interior para reflejar los pensamientos y sentimientos de los personajes. La
otra gran característica, a mi juicio, es el empleo de la perspectiva múltiple.
Si bien es cierto que predomina sobre todo el relato la voz de Esteban como
narrador; existen otros personajes que reflejan diferentes estratos de la
sociedad, y que son víctimas también de la ambición y la falta de escrúpulos de
los poderosos, que presentan también sus problemas y contradicciones y
miserias. Es el caso del magrebí Ahmed, que trabajaba en la carpintería, y con
el que se inicia la novela cuando descubre restos humanos en el marjal (¿el
padre de Esteban?); o de la ecuatoriana Liliana, que cuida del padre de Esteban
hasta que éste se ve obligado a prescindir de ella, y que vive también su
propio drama con el marido en paro y alcohólico; o de Joaquín, padre de tres
hijos, antiguo barrendero y trabajador de la carpintería, que es el fiel
reflejo de los hombres de mediana edad a quienes el despido les pilla demasiado
jóvenes para alcanzar a jubilarse, pero demasiado viejos como para alcanzar a
reciclarse y encontrar otro trabajo.
En definitiva, esta novela es el
resumen perfecto de la España del siglo XXI, esa España que recuerda con
nostalgia y cierto fervor el reciente pasado “glorioso” (la Transición, la
modenización, los Juegos Olímpicos y Exposiciones Universales, el crecimiento
de las ciudades, los éxitos deportivos,…) que se aferra con uñas y dientes a su
condición de Europa para no salir (al menos, no del todo) de la sociedad del
bienestar, pese a que los sacrificios a los que nos hemos visto obligados
contradicen precisamente ese sintagma tan paradójico, la “sociedad del
bienestar”.
Oigo el runrún del parloteo del promotor y el mío propio, y hasta veo la escena, la jornada en que coincidimos en el restaurante, no me acuerdo cómo me dijo el tipo que se llamaba, pero miro con melancolía aquellos tiempos de inocencia. Qué habrá sido de él y de sus jilgueros trinadores. La edad de oro estaba a punto de llegar, la tocábamos con la punta de los dedos, faltaba el canto de un duro, pero ha faltado, y al saltar para tocarla, nos hemos caído de culo: ahora todo se ha hundido, así fue la cosa, el dinero caído del cielo (al bueno del promotor le caía desde los andamios, yo tenía varios manantiales por los que brotaba), las comidas multitudinarias, la coca y la puta que sopla el trombón; y el pádel y el squash y el pilates y el brunch. Duró lo que duró, no estuvo mal, las mil generaciones que nos preceden no tuvieron un día de su vida así, la verdad que no, y ahora nos queda el dolor de cabeza que deja la resaca, ese clavo en la sien (gajes del oficio, no hay placer sin riesgo ni felicidad que cien años dure), porque las cigarras no se preocuparon de guardar para cuando llegasen los malos tiempos, y en estos momentos no es que no haya para whisky o para coñac francés: es que no hay ni para Saimaza en la despensa de casa, ni para meter en la nevera unas chuletitas de cordero congelado, no digo ya una cola de merluza de pincho recién pescada, o un mero, eso ya ni lo sueñen, es hora de llanto y crujir de dientes, de arrepentimientos: ¿adónde fueron los billetes de antaño?, ¿qué se hizo de aquellos hermosos billetes morados?