jueves, 27 de agosto de 2009

En ocasiones me vence la cobardía

y entonces me esfuerzo por oscurecer la realidad, por alejar los pensamientos de olvidarte, de volver a verte, o de seguir queriéndote; por no hundirme demasiado al sentirme camaleón, admitir que no soy el mejor, que las cosas podrían haber cambiado si aquel giro de nuestra historia se hubiese dado en otra dirección. Pero que aquello cada vez es más pasado que no volverá. Como no vuelves tú esta noche, a meterte de nuevo, fría, bajo las sábanas, mientras te arrebolas contra mi cuerpo, y me coges el brazo y te lo echas por encima, “así está mejor” susurrabas, e incluso, en contadas ocasiones y en el más silencioso de los susurros, me dijiste que me querías; y despertarme en medio de la noche, y sentirte tan cerca, no poder evitar darte un beso con cuidado, que no se despierte, mañana le diré que la quiero.

Diremos que no lo hicimos porque, al cabo de cierto tiempo, nosotros mismos tendemos a engañarnos, a ver la realidad con otros ojos, a difuminar las fronteras del recuerdo. Porque así será más fácil seguir camino en solitario, ir viviendo de pequeñas e insuficientes dosis de placer, negando lo que una vez nos hizo sentirnos vivos, porque es precisamente el recuerdo de haber estado vivos lo que no cesa de visitarnos en noches como ésta, con una luna amarilla y asustada, cobarde, que sólo se asoma de noche, cuando la gente duerme, cuando el recuerdo de tus ojos cumple con su obligada visita a mi tristeza, cuando te escribo esto que nunca leerás, solo, asustado, cobarde.