martes, 23 de febrero de 2010

¡Quién supiera escribir!

Tengo un pequeño recorte en mi habitación, junto a la mesa de trabajo con esa sentencia. Lo hago para recordarme cada día la dificultad de expresar con palabras todas las cosas que me circulan por la cabeza. Y, la mayoría de las veces, todas esas ideas, todos esos pensamientos, caen en el saco roto del olvido.

También tengo, junto a la cama, la foto de una revista en la que se ven unos labios exactamente iguales a los tuyos, que conocí y recorrí de memoria en los días en que era (éramos) inconsciente y feliz. Junto a la fotografía, el texto del capítulo VII de una novela que es lo mejor que he leído y leeré nunca, y que ocupa tan solo la mitad de un folio de 80 gramos, tamaño DIN A4. Ni tus labios, ni lo que dice el texto, caen nunca en el olvido.

Así, cada noche, antes de acostarme, miro tus labios (que perdí) y mi capítulo (que nunca escribiré), y hago repaso de ciertos momentos que no terminan nunca de irse, como la suciedad de una ventana, y que no me dejan mirar más allá con toda la claridad que uno desearía, porque también para eso soy humano. Y me duelo de los labios que ya nunca, ni siquiera en esta noche, escribiré.