domingo, 30 de noviembre de 2014

El desierto de los tártaros



Cualquier excusa es buena para llegar a un libro. En mi caso, la lectura de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, vino recomendada por un amigo italiano, Pietro, durante la boda de una amiga común. Allí, entre copas de vino y conversaciones más o menos forzadas, comenzamos a hablar de literatura, y él me recomendó fervientemente la lectura de esta novela italiana. Como suele ocurrir, recogí el título, que quedó relegado hasta casi un año después, en concreto este verano pasado, cuando comencé su lectura.

La novela narra el inicio de la vida adulta del soldado Giovanni Drogo. Destinado  a la Fortaleza Bastiani, bastión septentrional (el juego de palabras no es casual) de un país desconocido (probablemente Italia) contra los tártaros o bárbaros del Reino del Norte. Al principio, Drogo sueña con una gran carrera militar, cuyo punto de comienzo es una fortaleza clave en la defensa del país, pero, al poco de llegar, se da cuenta de que aquel no es más que un rincón olvidado del reino en el que nunca pasa nada. Tal y como es advertido al principio, puede marcharse cuando quiera, pues el médico de la fortaleza le facilitará la salida mediante prescripción. Aún así, el capitán Matti lo convence para que pruebe durante cuatro meses. Giovanni acepta, y en esos cuatro meses comienza a mimetizarse con la vida militar y ordinaria: hace algunos compañeros, participa en la rutina diaria, los días se suceden monótonamente,… Su primer permiso, que aprovecha para volver a la ciudad, le ponen de manifiesto que ya ha perdido el contacto con los que una vez fueron sus amigos, y con aquella mujer a la que alguna vez, tal vez secretamente incluso para sí mismo, amó. De esta manera, Drogo cae en la cuenta de que su única posibilidad es continuar en la Fortaleza, a la espera de un enemigo que nunca llega.

La llegada de una división para reformular las fronteras del país mostrará la rivalidad entre las distintas secciones de un mismo ejército, y sacará a relucir el insensato honor militar, que será la perdición del teniente Pietro Angustina, amigo de Drogo que se le aparece en sueños invitándolo a acompañarlo. Se trata de sueños cargados de simbolismo, aunque Giovanni es incapaz de descifrarlos. Angustina, muerto de forma estúpida, es considerado como un héroe de guerra, sin haber luchado, mostrando la falacia e hipocresía de los altos mandos.

Un par de hechos rompen la monotonía castrense. Por un lado, un caballo que aparece en el desierto, tierra de nadie sobre la que se ciernen los tediosos ojos de los vigías, y al que el soldado raso Lazzari intentará capturar sin permiso de sus superiores: una desafortunada coincidencia (ignora el santo y seña de la guardia saliente) le hará perder la vida. El otro hecho significativo es cuando el teniente Simeoni avista a lo lejos lo que parece ser una carretera que está siendo construida por el enemigo para transportar tanques con los que atacar la fortaleza. Paradójicamente, pese a que llevan una eternidad esperando a que pase algo, los gerifaltes del bastión no ordenan acción alguna (salvo quitarle a Simeoni su catalejo para evitar crear revuelo), y poco a poco comienza a disiparse la certeza de que se trate de una carretera.

Giovanni asciende de graduación militar al tiempo que envejece, simplemente por pura mecánica jerárquica, sin ningún motivo justificado. Finalmente, un Drogo recluido en la cama, ya como segundo en el mando de un reducto cada vez más abandonado, es alertado de la llegada, esta vez sí, del enemigo. Lleva toda la vida esperando ese momento, y sabe que al menos le quedará el honor de poder morir en el campo de batalla, pero su frágil condición física obliga al coronel Simeoni, como alto mando del bastión, a apartarlo de la Fortaleza Bastiani, siendo enviado a una pensión cercana donde termina sus días.



La novela se enmarca dentro de toda una tradición muy desarrollada en la literatura del siglo XX, lo que podríamos llamar las novelas de espera. Pueden citarse títulos como Esperando a Godot, de Samuel Beckett; El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez; o, muy próximas a Buzzati, las novelas de Kafka, como El proceso. No en vano, todas estas novelas tienen como uno de sus fines mostrar el absurdo existencial de determinados sistemas (judicial, administrativo, militar) que anulan la voluntad humana y la individualidad en pos de una colectividad uniforme e insulsa. No es menos la novela que comentamos, pues Buzzati utiliza muy bien algunos elementos a su alcance para mostrarnos esa absurdidad extrema. Por ejemplo, el caso de la muerte de Lazzari, una muerte estúpida, cuando había acudido a recoger el caballo extraviado que aparece en el páramo desierto, y que es disparado por sus compañeros (pese a que lo reconocen, aunque no se mencione), por desconocer la contraseña para ese día.

El tema principal del relato es esa crítica que realiza Buzzati a la sinrazón del mundo militar, que lleva a los individuos a desposeerse de sus sueños y esperanzas. Drogo es el ejemplo de esta pérdida de la identidad en pos de un supuesto bien común, la salvaguarda del reino: alejado de la vida civil, consume sus días en la mecánica repetición de actos. Tan sólo al final, cuando, ya enfermo, ni siquiera sale de su camastro, y es avisado de que se acercan los enemigos, su vida parece cobrar sentido: Giovanni recuerda todos aquellos compañeros que se trasladaron de la Fortaleza, en busca de un destino más activo en el que poder hacer carrera militar. Pero la vida es implacable, y la enfermedad le impide poder participar en la batalla, tener una muerte digna. Su indolencia vital ha sido fiel hasta el final. Drogo se despide en la cama, dibujando en el último momento una sonrisa en sus labios, la única que esboza en toda la novela.

Buzzati inserta la narración en una temporalidad y especialidad indeterminadas. Desconocemos cuándo se produce la acción (tal vez en los albores del siglo XX), así cómo dónde sucede ésta (posiblemente algún territorio colonial italiano). Esta indeterminación contribuye a crear en el lector esa sensación de pérdida, de extravío existencial, pues el tiempo es un círculo ad aeternum en el que todos los días y todos los actos son repetidos, y cuya única muestra de avance es el deterioro físico que produce la edad.

Una última cuestión interesante es la de la identidad de los tártaros. Bajo esa identidad se esconde el otro, el desconocido, el bárbaro; una idea muy extendida en toda la literatura, y que Buzzati recoge, es el miedo a ese desconocido que es diferente de lo que uno es; y que, a falta de un conocimiento más profundo, se convierte en recipiente sobre el que verter nuestros miedos y odios colectivos, el enemigo del que hay que protegerse aunque, como se afirma en la novela, ni siquiera se sepa por qué se lucha, o de quién hay que defenderse. Una de las caras de la otredad, sin duda, que lleva al apático Giovanni Drogo a perder la esperanza y a vivir en soledad:

“Poco a poco la confianza se debilitaba. Es difícil creer en algo cuando uno está solo y no puede hablar de ello con nadie. Precisamente en esa época Drogo se dio cuenta de que los hombres, por mucho que se quisieran, siempre permanecían alejados; si uno sufre, el dolor es completamente suyo, ningún otro puede tomar para sí ni una mínima parte; si uno sufre, no por eso los otros sienten daño, aunque el amor sea grande, y eso provoca la soledad en la vida.”



Existe una versión para el cine dirigida por Valerio Zurlini en 1976, y protagonizada por Jacques Perrin como Drogo, además de contar con la participación de Vittorio Gassman, Francisco Rabal y Fernando Rey.