lunes, 15 de junio de 2009
Mujer que no tendré
Las ilusiones se desvanecen como el hielo de mi copa en una tarde de verano. Con sus piernas perfectas y su sonrisa dorada, que daba luz al mundo, mientras yo la observaba, con su pelo moreno recogido en una coleta (ahí me agarraste bien) coronado por unas gafas de sol a modo de diadema, sin abismos ni fisuras, los ojos entrecerrados por el sol, incluso un poquito de barriga, la imperfección precisa para no ser demasiado perfecta, pero, por eso mismo, para hacer perfecto el momento. Me sonríe, le sonrío, me acerco y le pregunto, sin esperanza alguna, cualquier tontería con la que pueda estudiar detenidamente la hilera perfecta de blancura que se ordena en su boca. Su boca (dios mío) una boca hecha para que vuelen los mortales, el tesoro más codiciado en este momento por mi obscena palabra, que revuelvo intentando encontrar algo ingenioso-divertido-agradable-original que decir, y ella, pobre estúpida, porque una belleza así solo se concibe si es un poco estúpida, pero no profundamente estúpida, hasta ahí podíamos llegar, uno también tiene orgullo, que responde de nuevo con una sonrisa, la sonrisa que actúa ahora mismo de centro gravitacional del eje terráqueo, como centro del universo, qué vértigo da mirar tan de cerca esa sonrisa y reprimir las ganas de morderla, se da la vuelta, sin dejar de sonreír, y se aleja con piernas tan largas como las noches oscuras, hacia el agua, mientras yo me quedo con una copa caliente, los pies llenos de arena, y esta fastidiosa sensación de lo mal que está hecho el mundo, que me tienta con una mujer que no tendré.
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